Cuanto agradecimiento le debemos al Estado, que se preocupa por nosotros de formas tan diversas... Nos prohíbe fumar, drogarnos, todo por nuestra salud. Nos obliga a abrocharnos el cinturón de seguridad para no sufrir daño. Nos dice que si follamos mucho somos adictos a sexo, que si comemos grasas sufriremos graves patologías cardiovasculares. Nos indica en que peso somos ya obesos, i hace lo posible para prohibirnos hamburguesas de un determinado tamaño, o hace intentos periódicos para implantar una especie de ley seca (o semi seca). La culpabilización como terapia…..
El problema viene cuando uno ya sepa que fumar le producirá cáncer, que las grasas incrementan su riesgo de infarto, que pesar tanto no es bueno, que la heroína lo enfermará gravísimamente, o que si se estrella sin cinturón probablemente acabe en silla de ruedas (los riesgos de la adicción sexual se desvanecen con la edad...). Y cuando, a pesar de ello, este adulto, en plena posesión de sus capacidades, con toda la información, sentado en el sofá de su casa, decide encender un cigarrillo, mientras esnifa cocaína, tras zamparse seis big mac y una botella de absenta. Este ciudadano, ¿a quién perjudica más que a si mismo? Entonces, ¿quién se permite adueñarse de su vida para decirle que puede y que no puede hacer con su cuerpo y su salud? Me maravilla que a nadie le extrañe....
Y más cuando vemos que nuestro pretendido (y forzado) redentor pasa de estado-protector a estado-estanco, estado-recaudador (de los impuestos sobre el tabaco y el alcohol) o a estado-crupier (¿o es que fomentar juegos de azar cuando es el estado quien ostenta su titularidad no favorece la ludopatía?). Es una conducta más propia de los Soprano que de unos gobernantes.
Por tanto, no es nuestra salud lo que le preocupa, sino que el único objetivo es conquistar gradualmente espacios de nuestra libertad. ¿Y que gana, preguntaremos, en definitiva, el estado con estos recortes? Pues que aprendamos a aceptar la imposición como forma de relación entre él y nosotros. Su coacción entrena nuestra sumisión (¿cuanta gente, por ejemplo, vería con buenos ojos que se prohibiera el tabaco, porque perjudica a los fumadores?) y mina las posibilidades individuales de respuesta cuando lo que se ataca es nuestra libertad de expresión (Muchos aplaudían la prohibición de “EL Jueves”, porque su portada les pareció grosera. Sólo por eso. Los mismos que se escandalizan cuando alguien se queja de que Mahoma sea ridiculizado por un periódico, dando por bueno que la familia Borbón merece más protección que una figura religiosa. ¡¡Hasta ahí llega nuestra esquizofrenia!!) o nuestra libertad política (hay que ilegalizar no sólo a los que matan o los enaltece, sino también a quien, en uso de su libertad, no los condena. Y no solo a quien no los condena, sino también a quien no lo hace con nuestras propias palabras) Y tantas otras libertades….
El problema viene cuando uno ya sepa que fumar le producirá cáncer, que las grasas incrementan su riesgo de infarto, que pesar tanto no es bueno, que la heroína lo enfermará gravísimamente, o que si se estrella sin cinturón probablemente acabe en silla de ruedas (los riesgos de la adicción sexual se desvanecen con la edad...). Y cuando, a pesar de ello, este adulto, en plena posesión de sus capacidades, con toda la información, sentado en el sofá de su casa, decide encender un cigarrillo, mientras esnifa cocaína, tras zamparse seis big mac y una botella de absenta. Este ciudadano, ¿a quién perjudica más que a si mismo? Entonces, ¿quién se permite adueñarse de su vida para decirle que puede y que no puede hacer con su cuerpo y su salud? Me maravilla que a nadie le extrañe....
Y más cuando vemos que nuestro pretendido (y forzado) redentor pasa de estado-protector a estado-estanco, estado-recaudador (de los impuestos sobre el tabaco y el alcohol) o a estado-crupier (¿o es que fomentar juegos de azar cuando es el estado quien ostenta su titularidad no favorece la ludopatía?). Es una conducta más propia de los Soprano que de unos gobernantes.
Por tanto, no es nuestra salud lo que le preocupa, sino que el único objetivo es conquistar gradualmente espacios de nuestra libertad. ¿Y que gana, preguntaremos, en definitiva, el estado con estos recortes? Pues que aprendamos a aceptar la imposición como forma de relación entre él y nosotros. Su coacción entrena nuestra sumisión (¿cuanta gente, por ejemplo, vería con buenos ojos que se prohibiera el tabaco, porque perjudica a los fumadores?) y mina las posibilidades individuales de respuesta cuando lo que se ataca es nuestra libertad de expresión (Muchos aplaudían la prohibición de “EL Jueves”, porque su portada les pareció grosera. Sólo por eso. Los mismos que se escandalizan cuando alguien se queja de que Mahoma sea ridiculizado por un periódico, dando por bueno que la familia Borbón merece más protección que una figura religiosa. ¡¡Hasta ahí llega nuestra esquizofrenia!!) o nuestra libertad política (hay que ilegalizar no sólo a los que matan o los enaltece, sino también a quien, en uso de su libertad, no los condena. Y no solo a quien no los condena, sino también a quien no lo hace con nuestras propias palabras) Y tantas otras libertades….
Cada pequeña renuncia nos exigirá en el futuro mayores sacrificios.
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