miércoles, 21 de abril de 2010

Siria. Quimera de arena.


Cuando está sentada, el pelaje de mi gata son las arenas del desierto en toda su gama de colores. Quieta, geológica, con el aire apenas moviendo las dunas en su lomo, parece haber plegado el espacio en este preciso ciclo tan sólo ondulando su espalda, en una pausa específica, sinuosa, establecida en orbitas hipnóticas, que te atrapa. Así es como crea su propio territorio, en ese límite casi imperceptible, onírico en esencia, dentro de cuyas fronteras puede habitar libre sin tener que traspasar siquiera esta habitación.

Ahí es donde nos encontramos cuando deja que compartamos la somnolencia, la caricia de ese rayo de sol entrando por la ventana. Armonía sin artificios. Y, a veces, más: Silencios. ¿Esperanzas quizá, sueños, dudas?

Después, Siria sólo necesita un gesto súbito, gratuito e indolente, para interrumpir sus reflexiones, su calma, su paz, y retornar el tiempo al mundo. Combinando con insolente naturalidad el misterio y la cotidianeidad vuelve de su viaje interior para mirarme un momento, generosa y educada. Y yo le devuelvo la mirada con el convencimiento de los agradecidos, queriendo imaginar que mi compañía la ha humanizado lo bastante como para interesarse brevemente en saber si sigo bien antes de darme la espalda para continuar estirando despreocupadamente su pereza.

A su majestad me tiene inútilmente fiel, ya que no precisa, al revés de los humanos, súbdito ni país para ejercerla. Dueña del espacio y el imposible, se mueve entre la luz y la sombra con innata soberbia, revelando a los objetos hasta entonces inanimados su auténtica condición de trapecios elegantes y pasarelas aéreas.

Sé por los libros que ve y oye donde yo no puedo llegar y ella, que lo sabe, adopta el gesto de los seres etéreos y elementales, escuchando sin esfuerzo el sonido del cosmos moviéndose. Nunca ha dejado de ser aquella diosa arcana, la esfinge adorada en antiguos páramos.

Puede reclamar, altiva, su lugar en el universo, pero prefiere regalarme su exceso de felicidad ronroneando sobre mi vientre, sin dejar de lado su auténtico destino:

Mi gata completa definitivamente el mundo.

martes, 20 de abril de 2010

Mac


Me encuentro cada tarde, desde hace tres días, con la mirada limpia, cálida, inquisitiva de mi gato cuando lo tengo entre las manos. Me dice: ahora soy una bestia domesticada (tan domesticado como puede ser un gato), y mi experiencia vital se acomoda a ésta condición: soy tu gato.

Por eso esa mirada se me antoja como su conexión con la realidad. En su universo, yo soy su referencia capital, y su mirada me lo transmite. Mediante ese nexo nos comunicamos de una forma única, mágica e irrepetible. Cuando nos miramos sabe que me intereso por él, que existe para mí. Es su forma de saber que existe, y no necesita entender su propia realidad más allá de nuestra mirada.

¿Y yo? Yo, que hace mil milenios que deje atrás mi naturaleza, me reencuentro en sus ojos con la ingenuidad salvaje, con el alma del que un día fui, con la revelación de mi animalidad, instintiva, exultante, liberadora, amoral. Y justo en ese momento formamos los dos una circunstancia unívoca, de una complicidad mágica, íntima hasta la médula.

Sólo hace tres días que estamos juntos pero los dos sabemos que nos miraremos cada tarde y así pararemos el tiempo en un instante balsámico que habremos revestido de connivencia y comprensión, donde cada uno liberará al otro de la angustia de su propia condición. Tarde tras tarde.

Cuando mi gato y yo nos miramos.

lunes, 22 de marzo de 2010

Messi

Versió en català: http://esperantelsbarbars.blogspot.com/2010/03/messi.html
En el principio, fue el Profeta.

Antes del Profeta, solo la oscuridad, apenas rasgada por el tañer de las cinco campanas, que nos recordaron al Primero, el que llegó de Hungría. Después, solo el Profeta, que nos convenció que podíamos tener todo lo que hoy tenemos. El Profeta, que nos guió en el desierto. El Profeta, que nos contagio su sueño y nos liberó del miedo. El Profeta, que nos reveló nuestra esencia y con quien fuimos admirados y respetados en todas partes. El Profeta, con quien abrimos de un solo golpe la puerta del Olimpo en el minuto 111. Y el Profeta, cuyo fin fue triste como triste debe ser el fin de los Profetas, nos sabe hoy herederos de su maestrazgo.

Y el profeta, de la nada, engendró al 4.

Y dio vida al 4. El 4, que en Sant Jaume nos ha amado, nos ama y nos amará siempre. El 4, con quien hemos abrazado a los héroes antiguos. El 4, de quien hemos aprendido desde siempre. El 4, a quien seguimos en exilio y martirio. El 4, que tiene en los suyos su báculo, que llena los desiertos de hierba. Y el 4 se convirtió en uno de nosotros y nosotros lo reconocemos en todo lo que somos. Y el 4, el sueño del Profeta, al fin, hizo propicio el advenimiento del Creador.

Y Él se hizo presente.

Él es a quien hemos esperado cien años. Por Él somos envidiados y temidos. Porque Él es el verdadero, nacido de entre nosotros, para que olvidemos a los falsos mesías foráneos ante quienes nos hemos postrado antes de Él. Porqué Él cae y se levanta como nosotros, sufre como nosotros, lucha como nosotros y llora como nosotros y nosotros nos levantamos, sufrimos, luchamos y lloramos en Él. Porque a Él la mano de Dios no le alcanza. Porque Él golpea las sombras con su corazón para llevarnos donde jamás llegó nadie y aún así lo mejor de Él siempre está por llegar.

Y Él nos lo da todo. De la nada crea la quimera, la esperanza, la ilusión, el deseo, el estallido, la felicidad súbita y eléctrica que nos atrapa y engulle, suspendida en un último instante exultante, repetido e irrepetible. Y entonces Él detiene el tiempo, para que nos fundamos en Uno, para que nos reconozcamos otra vez todos juntos en la nueva y vieja epifanía, que crece sin límite donde antes no había nada. Y, al fin, por encima del rugido y del éxtasis, gritamos su nombre con toda nuestra voz, que es la voz de todos y es la voz de cada uno.

El Profeta lo pensó, el 4 lo ha traído y Él es. Que sea por siempre.

jueves, 11 de febrero de 2010

Espiritualidad


Yo, como la mayoría de vosotros, fui educado en la fe católica. Como muchos, también recuerdo perfectamente el momento en que pasé de la fe acrítica a la duda e, inmediatamente, a la quiebra de confianza en el sistema teológico. Christopher Hitchens relata en su libro “Dios no es bueno” cuál fue ese momento. Yo tengo muy presente cuando fue el mío. Y, en la distancia, puedo ver que, si bien el grueso del razonamiento lo provocó la irrealidad intrínseca de la concepción teológica de la realidad, también es verdad que, en ese y posteriores momentos, su base simbólica y mitológica, que ha pervivido tan arcaica hasta nuestros días, contribuyó vivamente en acelerar mi proceso de desapego de las creencias mágicas.

Lo que pretendo aquí es analizar (tan someramente como me sea posible) la conexión entre las transformaciones sociales, entendidas como adaptaciones al medio y como forma de organización social, con la correspondiente sistematología simbólica trascendente de la realidad. Y buscar en esa evidente disfunción de su evolución comparada la clave para proponer un nuevo sistema espiritual de signo laico, libre de connotaciones religiosas.

Sin entrar en especificaciones que, para el objeto del presente análisis, pueden resultar tan prolijas como inútiles, podemos colegir que nuestra realidad etnológica discrimina básicamente unos pocas formas capitales de supervivencia: Un principio de cazadores-recolectores, substituido por una época de pequeños cultivadores, que desemboca en otra de agricultura organizada a gran escala que se compagina con la explotación ganadera de los recursos. Tras esas etapas, sólo una época industrial y otra de post industrial en la que la producción de conocimiento substituye a la de bienes materiales. A mi juicio y a grandes rasgos, y a pesar de que no todos los pueblos han sido protagonistas de todos los estadios, todos los modelos antropológicos de organización social se corresponden con los anteriores modelos de economia adaptativa al medio.

La sociedad preindustrial fue en la que se crearon todos los modelos religiosos que siguen vigentes a gran escala. Modelos que por razones constitutivas se mantienen inmutables en nuestras sociedades post industriales desde su primigenia postulación, y no sólo en sus principios fundacionales sino en la gran mayoría de sus construcciones dogmáticas, como no podría ser de otra forma.

En ese estadio preindustrial, las sociedades se estructuraban en modos idénticos de respuesta al medio para sobrevivir (caza, agricultura, etc..) y, por tanto, sus sistema de mitos y símbolos eran, en el fondo, idénticos. A nivel simbólico, los mitos religiosos formaban el centro organizativo en torno del cual se interpretaba la realidad y, consecuentemente, se organizaba el modo de vida. Construcciones míticas de poblaciones diversas convergen en cuanto sus modos de afrontar la supervivencia en el medio también lo hacen.

Y, también en ese estadio preindustrial, la mitología cumplía una finalidad programàtica. Era un elemento de cohesión que tenía en el grupo una función constitucional en lugar de religiosa. Y esa función se siguió cumpliendo durante milenios adscribiendo sus dogmas a un sistema de bloqueo de alternativas al sistema verificado de funcionamiento. Y para ello el camino más obvio y exitoso es el de la creencia religiosa, para formular mediante ella un dogma interpretativo ontológico inmutable por definición, una sumisión incondicional individual y grupal a una forma de pensamiento en el que la realidad proviene de seres superiores (dioses, antepasados sagrados, etc…) que excluía de forma natural y consecuente cualquier cambio. De esa forma la creencia, entendida como el acatamiento incondicionado a modos de pensamiento y organización cuya adhesión y sometimiento no se cuestiona trasciende su finalidad de estructuración social para adquirir una dimensión religiosa que no ha sido su pretensión primera. La fe deviene la expresión más clara de la formulación de creencias como programa de organización grupal. Y cohesiona a la sociedad al precio de convertirla en estática y sin posibilidad de evolución crítica fuera del propio sistema, impermeable a la duda.

¿Cuál es la traslación práctica de ese tipo de sociedad? El autoritarismo, el patriarcado, el localismo, el colectivismo agrario. Fe y sumisión. Exclusividad y exclusión. La vida interior estructurada en torno a la creencia en la trascendencia sagrada de la realidad. En resumen, lo que hemos convenido en llamar religión.

Si aceptamos que la función de los mitos preindustriales era programática, el advenimiento de las formas de sociedad industrial debería, consecuentemente, suponer una trasformación de los mecanismos de programación colectiva. Y la realidad confirma el postulado. Las sociedades industriales acometieron la titánica tarea de sustituir paulatinamente los mitos sacramentales por símbolos ideológicos y científicos. Posteriormente las sociedades post industriales siguieron el camino y ponen en crisis las ideologías para cambiarlas por un sistema de postulados colectivos de adhesión voluntaria individual. Cambio de estructura social, cambio de sistema teológico. Cambio de sistema de formación, de expresión, de ritualización y de organización social. Cambio de religión.

¿Y como se expresa esa mutación en el andamiaje ideológico de esa sociedad? En principio, en el progresivo e inevitable arrinconamiento de la religión como postulado de definición social.

Pero también y sobretodo de otra forma mucho más profunda, a mi entender. La concepción intrínsecamente inmovilista de la sociedad preindustrial se ve superada irremediablemente por una visión necesariamente dinámica, creadora continua de tecnología y de conocimientos. Cambio continuado de modo de interpretar la realidad, cambio continuado de sistema de trabajo, cambio continuado de sistema organizativo y finalmente, cambio continuado de sistema de cohesión grupal y de fin colectivo. El cambio continuado propiamente como sistema, porqué és lo que se desvela exitoso. Y la marginación de las creencias, porque su inmutabilidad se interpone en la interpretación ontológica real, científica.

La sociedad post industrial cambia tan profundamente al hombre que muta su previa estructuración epistemológica, a base de preveer el futuro repitiendo el presente, a una visión autodiseñada de ese futuro, en la que el pasado sólo sirve como aprendizaje sin necesidad ineludible de repetición gracias a la creación social y al cambio continuado. Y eso es lo que hay. Esta nueva sociedad sin creencias no es fruto de maldades ni traiciones a la tradición. Es sólo una consecuencia irremediable de la propia transformación grupal.

Pero es evidente que el hecho de que una minoría de nosotros se sienta sin género de duda, ateos, no obvia el que el resto siga necesitando una visión trascendente de su propia existencia. Resto que mayoritariamente sigue usando simbología esotérica preindustrial para expresarla. Lo que provoca en muchos casos una incomodidad que se manifiesta explícitamente pero ante la que no tienen armas para actuar. Pero siguen buscando en la creencia y la sumisión respuestas ontológicas.

En las próximas entradas tengo la intención de profundizar en esa contradicción.

Espiritualidad (2)





Retomando el análisis que esbozaba en la entrada anterior sobre espiritualidad, en primer lugar intentaré evitar que se identifique como una crítica ciega a la creencia. De hecho, las sociedades crearon sus mitos fundacionales en base a lo que en cada momento les era posible y les era, a la vez, necesario más allá de la mera utilidad. Y en torno a esa simbología constitutiva de cohesión social se estructuraron, en sociedades preindustriales a las que la inmutabilidad del dogma de fe les fue muy bien como recurso de adaptación y de supervivencia colectiva

Yo creo que hizo más que eso. En principio creo los mitos para cohesionar el grupo humano. Pienso que fue más tarde cuando el sistema de creencia se convirtió en religión. Y fue en ese momento cuando ya precisó de intérpretes de los designios “divinos”, una fuente que diera forma a la visión teológica de mundo circundante y unificara la simbología para todos los individuos. Y como ese fenómeno se dio en sociedades de cazadores recolectores o de agricultores neolíticos, las bases dogmáticas son parecidas en todo el mundo (incluso una parte de la mitología, que probablemente descienda de observaciones astronómicas, un laboratorio interpretativo común para todas las sociedades del mundo).

Pero es que ese cuerpo de intérpretes de la simbología común, esos sacerdotes, profetas, etc.., no dejan de ser parte de la sociedad humana y, por tanto, la traslación práctica no podía ser otra cosa que una estructura de poder. Nadie niega que el mundo se articula aún hoy en estructuras de ese tipo. Estructuras políticas, como los estados, religiosas, como las iglesias, económicas, como las construcciones capitalistas, etc.. Lo cual no es intrínsecamente malo cuando esas estructuras se adaptan para seguir en su posición dominante. Todos aceptamos que la sociedad se articule en estados (o estructuras políticas alternativas o complementarias), lo que exigimos cada día más es que esos estados sean democráticos. Y el capitalismo es comúnmente aceptado como forma de adaptación económica al medio, pero exigimos que los grandes bancos, o las corporaciones multinacionales, etc.. tengan límites políticos a su actuación. ¿Porqué a las iglesias no les ha sido necesario cambiar de postulados?

Yo no alcanzo a comprenderlo. Imagino que mi ateísmo me ha impedido desde siempre comprender cómo los demás aceptan postulados irracionales como la fe para interpretar el mundo. Pero me doy cuenta que pertenezco a la minoría. La mayor parte de la gente necesita “creer en algo”, como muy bien expresan. Y cuando hablas con la gente te dicen que ellos no creen en la iglesia católica, pero sí en dios. Cada día están más alejados de la simbología religiosa, pero esa circunstancia no les aleja de una visión trascendente de su vida y de su muerte.

Tengo la ocasión de hablar de éste tema con un amigo científico, una mente preclara, profesor de astrofísica que estudio con Hawkings, que se declara creyente. Y es evidente que no puede compartir los mitos religiosos que conforman la creencia, pero si necesita ese plus de fe irracional de la visión teológica. Lamento no poder comprender esa concepción ontológica, lo admito. Porqué soy incapaz de poder analizarla en su globalidad. Y sólo puedo plantarme preguntas:


Viendo que las sociedades tradicionalmente más colectivizadas son menos propensas a la creencia, al contrario de las más tendentes al individualismo (el ejemplo de China y de USA podría vale), ¿tal vez la fe es un mecanismo de corrección social, un imperativo colectivo para contrarrestar el individualismo, socialmente más disgregador? ¿Tal vez la individualidad es, de alguna forma, negación de la fe y afirmación de la iniciativa crítica? A mí se me antoja que la creencia acrítica es, en muchas ocasiones, un mecanismo represor de la individualidad. Por tanto ¿podría ser la sumisión incondicional a un designio superior una estrategia evolutiva social? ¿Exitosa? ¿Inevitable, etológicamente hablando, aunque reduzca (o precisamente por ello) al individuo a una función meramente instrumental de la obra de dios?

En ese sentido, ¿es posible que las tradiciones nos retornen el sentido colectivo de grupo, usando de nuevo la creencia como medio de cohesión social? ¿Es eso un paso atrás? ¿Es una forma de devolvernos a la comodidad, a la sensación de protección que nos proporciona el grupo?

Pero también caben otras explicaciones. En nuestra sociedad, como ninguna otra, el individuo es responsable de sí mismo. En ninguna ha tenido jamás estas posibilidades de desarrollo personal. Tal vez la fe sea una respuesta para eludir esa responsabilidad, tan nueva en nosotros. Una forma rebuscada de hedonismo intelectual, de cómoda sumisión a la creencia para no tener que buscar respuestas individuales.

O quizás miedo. En tanto nuestra sociedad formula sus postulados interpretativos de la realidad en base a explicaciones humanas, científicas, tecnológicas, políticas, sin la intervención de explicaciones teológicas, crece en muchos el temor a que sean equivocados, ya que no se basan en posiciones inmutables ni dogmáticas, sino precisamente en la duda crítica y en el relativismo. Y frente a ello oponen la seguridad de las respuestas gnósticas, tanto más cuanto más inseguros se sientan, tanto menos como más capaces se sientan de explicar el mundo sin necesidad de interpretaciones indemostrables. Esa necesidad de seguridad, de la figura del padre, de retorno al vientre materno…

Si nos enrocamos en nuestro ateísmo sin buscar la calidad del hecho religioso por encima de su exótica simbología nuestro esfuerzo siempre será baldío. Y esa cualidad yo la identifico en su fuerza cohesionadora grupal por encima de sus elementos dogmáticos, cada día más cuestionados. A través de la lectura de Desmon Morris, de Frans De Waal, del profesor García Leal, de Stephen Jay Gould, etc.., me he apasionado con las teorías antropológicas del co-director de Atapuerca, el Dr. Eudald Carbonell. Su teoría sobre la búsqueda de una conciencia global humana, desprovista de dogmas y basada en el conocimiento científico, en la socialización de ese conocimiento y en el camino hacia un pensamiento único global (pensamiento crítico, naturalmente), la humanización tas la hominización, podría ser un punto de aproximación. Si lo que nos atrae de la explicación trascendente es ese plus de colectivización social que comporta, es evidente que esa visión antropológica la tiene. O mejor: ¿podríamos, desde esa nueva visión, desproveer a la conciencia humana de esa necesidad de trascendencia individual y sustituirla por una visión trascendente colectiva de nuestra especie, cerrando el círculo que empezó con la creación de mitos como sistema de afirmación colectiva de un grupo, acabando con un sistema de afirmación colectiva de la especie?

La verdad es que yo tampoco lo tengo nada claro. Yo pretendía cambiar del sentido de que debemos trascender como individuos al de que debemos trascender como especie. Si fuera posible representaría el fin del pensamiento mágico como explicación de la realidad y el inicio de una espiritualidad laica, cuya base doctrinal ya no sería la creencia sino la ciencia. Un pensamiento en el que no importa si hay una vida para mí después de mi muerte sino si hay futuro para mi especie y en qué medida contribuyo individualmente a que así sea. Muchos daríamos lo que fuera, la vida y la muerte, por nuestros hijos. Otro incluso lo harían por su tribu, su grupo, su nación. ¿Porqué no por su especie y porqué no estructurar la visión de mundo en torno a ese concepto y no en torno a la creencia de que hay un dios y que sólo somos sus instrumentos? ¿Porqué no intentar mejorarnos como colectivo en lugar de pasar por la vida de forma tan irracional, como si éste fura un banco de pruebas, un examen para una vida ulterior?

Y no digo que eso sea la panacea, sino que podría servir como un posible, minúsculo y modestísimo punto de partida hacía una de las direcciones que podría tomar nuestra espiritualidad en la sociedad de la información en la que vivimos, para la que no creo que nos sirva la misma simbología mística que hasta ahora.

Lo que queda claro es que los que sentimos que nuestra vida vale por si misma, sin necesidad de trascendencia alguna somos una minoría. Y por más ridículo que veamos que la gente siga creyendo en que un hombre mágico nos vigila desde otra dimensión y nos premia y castiga por nuestros actos y deseos, la mayoría de la gente adopta explicaciones de esa índole para que su existencia sea completa. La gente cree en la reencarnación, en la suerte, en la religión, en el destino, en las cartas, en los espíritus de los muertos, en los ángeles, etc.. Y obviarlo o considerarles unos incapaces no nos va a ayudar a comprenderles ni a convencerles de nuestras posiciones.

lunes, 12 de enero de 2009

Inmigrantes

Versió en català: http://esperantelsbarbars.blogspot.com/

¿Por qué no nos acordamos más a menudo de donde venimos realmente? ¿De qué hambres, de qué miserias?

Tal vez las reconocemos en el hambre y en la miseria de los nuevos inmigrantes y puede que por eso nos incomoden. Tendríamos que recordar que antaño todos fuimos así. Todos llegamos a la tierra que hoy es nuestra con la casa a cuestas, con la ambición y los piojos y las ganas de prosperar. Todos fuimos en su día ignorantes, paletos, atrasados y toda la sarta de ruindades que les aplicamos a ellos. Son trabajadores orgullosos de serlo y de usar las manos para trabajar. Clase trabajadora desacomplejada de tanta tontería de niño rico. Un día todos fuimos ellos. Son nuestros padres, nuestros abuelos, nuestros ancestros.


Y tienen mucho que enseñarnos. Que la vida no te la regalan y que hay que ganarse el pan. Que nadie tiene derechos por encima de su trabajo sólo porque haya llegado aquí antes. Viéndoles levantarse cada día y oyéndoles cantar mientras trabajan podemos entender que no tenemos derecho a ser mantenidos. Tal vez así dejemos de quejarnos de que papá no nos mantiene, de que el estado no nos mantiene, de que el gobierno no nos mantiene.


Sólo hay que compararlos con esos jóvenes que estrenan moto o coche que les ha regalado su papá y que pasan de estudiar aunque tampoco encuentran ningún trabajo que les convenga. O con esos que sólo se quejan. Del gobierno, de que no tienen trabajo, de todo, pero que en realidad no luchan por nada. Y por ello, nada merecen. Resentidos envidiosos que les reprochan que estén aquí, que sus hijos vayan a la misma escuela que los suyos, que crean en sus propios dioses. Odiadores profesionales que engordan las filas de la intolerancia, del “yo no soy racista, pero”, incapaces que no pueden soportar que esos “negros”, que esos “moros”, que esos “sudacas” sean mucho mejores que ellos. Cómplices, cada uno con una historia sobre ese moro que asa corderos en el suelo del salón o a ese negro que tantas drogas debe vender entre su trabajo de camarero y el de cuidador de ancianos. O sobre ese electricista rumano que vete a saber de donde ha sacado el dinero para comprarse ese R12 de décima mano. Cobardes que temen el fantasma de una integración que les dejará aún más orillados en las alcantarillas ideológicas en las que se empantanan carajillo tras carajillo. A esos es a quienes debemos temer y no a los inmigrantes.


Yo soy hijo de un país en continua formación. De una país hecho de íberos, fenicios, griegos y romanos, visigodos, francos carolingios, árabes y judíos, españoles y franceses. De la inmigración castellana, murciana, extremeña y andaluza del siglo XX i de los recién llegados de todo el mundo en el XXI. Sin duda eso me ha hecho mucho más rico de lo que sería si no hubieran llegado hasta aquí para quedarse. Y sé que mis antepasados y su ansia de avanzar, llegaran de donde y cuando llegaran, no tuvieron porqué ser mejores que ese senegalés que pasa ahora bajo la ventana mientras lo escribo.

Apocalipsis

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El odio y el miedo, a partes iguales conforman hoy día ese espíritu ultraderechista en el que ha instalado cómodamente la derecha española. El que se vierte en cabeceras de prensa donde pontifica sobre moral el trasvertido ex-amante de Exuperancia Rapú. El que emiten los obispos aleccionando a sus huestes a semejanza de Torquemada, traicionando el mensaje de su mesías. El que vomitan periodistas-terroristas con 87 asesinatos a sus espaldas anatemizando la política antiterrorista de un gobierno democrático, El que sigue mintiendo desvergonzadamente sobre el mayor asesinato terrorista de la historia de España, pataleando porque la realidad no se ajusta a sus intereses oscuros. El que insulta a presidentes de gobierno, a alcaldes, a diputados i senadores, a jueces, a periodistas, a colectivos cívicos, a ongs, a.... Contradicciones instaladas en el pensamiento colectivo de una horda de mentirosos que solo buscan acojonar a sus conciudadanos cada mañana para que las cosas se puedan poner cada día peor. Sólo desde el desastre, desde la desesperada convocatoria a la catástrofe, pueden calar sus tesis basadas en el miedo cerval al cambio, a la modernidad, a que se ventile la putridez en esa casona en que quieren convertido su país. La prosperidad, desde luego, no favorece su negocio.


Cobardes que gritan “meteos vuestros muertos por el culo”, que arremetían contra una niña que acaba de ver cómo asesinaban a su padre un siete de marzo, achacándole que es cómplice de los asesinos sólo por pedirnos que acudiéramos a las urnas al día siguiente para responder con votos a los terroristas, o contra una madre por defender con la búsqueda de la verdad su dolor y el respeto a la memoria de su hijo en una comisión de investigación del Congreso. Cobardes esbirros de un canal de televisión que acosan a una periodista que intenta entrevistar a un mafioso. Cobardes que insultan sólo por ser mujer, por ser catalán, por ser gay, por ser ateo, por ser socialista, por ser ecologista, por, en definitiva, no ser como ellos te exigen que seas. Cobardes. Cobardes y embusteros.
Una derecha que ha perdido las formas que la llevaron a ser un día Ucd y que no tiene pudor en insultar groseramente a un enfermo de Alzheimer si con su chanza pueden humillar a una figura histórica determinante en que hoy podamos hacer cosas como debatir entre nosotros en estos términos, apropiándose de su legado con ese tono entre cuartelario y carcelario que les es tan propio.
De la mano de una iglesia que se adueña del concepto de nación, que casa a príncipes no en nombre de la Iglesia sino en nombre de un país, como dice en la homilía el capo espiritual de su patria. El cártel episcopal pontificando sobre la unidad de España, despreciando el espíritu de su prelatura. Alentando, durante años, sábado tras sábado, la comunión de obispos y ultraderechistas, dirigentes del PP y de DN, de la manita tras pancartas oprobiosas i vergonzantes. Revanchismo con mitra, gafas ahumadas i dientes apretados. Si, hay que tener memoria y recordar esas mezclas orgiásticas de avemarías y vivaespañas, de águilas de San Juan y toros de Osborne, de cruces latinas y gamadas. Autocares financiados mediante treinta denarios en forma de casilla en el IRPF para insultar a los que no pensamos como ellos, sin matices. Políticas calcadas para defender la misma idea de la configuración territorial de España, como si eso fuera tarea de la iglesia , que separa incluso a los propios católicos por razón de sus ideas políticas. Para alcanzar el paraíso, a los fieles ya no les basta con creer en dios y seguir sus preceptos. No. Además hay que tener unas determinadas ideas sobre política autonómica y antiterrorista. Así, homosexuales, independentistas, mujeres que abortan, investigadores médicos, ministras, librepensadores, maestros de educación para la ciudadanía, divorciadas y divorciados, Ongs que reparten preservativos, feministas, etc., no sólo en el mismo infierno sino en la misma olla hirviente.
Delincuentes convictos llamando asesinos a políticos catalanes o vascos. Terroristas que remataban a martillazos en la cabeza a policías en el suelo de una sucursal bancaria llamando etarra al presidente de un gobierno democrático. Rumores interesados, falsas acusaciones, faltas de respeto a las instituciones, llamamientos a boicots de productos catalanes, proclamas a favor de suspender la autonomía vasca, barbaridades como que ahora gobiernan , la muerte de España para el próximo lunes (o martes), niños de siete meses vistos por TV metidos en trituradoras, complots homosexuales para perseguir sexualmente a niños pequeños, el feminismo como culpable de la violencia de género, doctores que asesinan a cientos de enfermos en hospitales públicos, instauración de la eutanasia para acabar con los enemigos políticos, ministras inútiles por su condición de mujer (“las modistillas de Zapatero”), masturbaciones en grupo en clases de educación para la ciudadanía, …. Un escenario apocalíptico para justificar cualquier respuesta.

Ruindad descarnada desprovista de artificio. Una derecha mutante y polimórfica que excreta igual sus ansias de venganza desde el púlpito irresponsable en una aldea gallega como lo hace desde las nuevas tecnologías, aquí mismo, con la fluidez que favorece el anonimato. Un tóxico incubado desde siempre, en ambientes de tradición franquista, por quienes han dejado de jugar a ser demócratas vista la experiencia de haber perdido el poder a manos de “los otros”. Un tóxico que se alimenta de la crispación cotidiana, del enfado, de la excitación, hasta provocar el crecimiento del odio irracional de la masa enfervorizada. Y ahí están ellos, los de siempre, los “españoles de bien”, para dirigirla. Por desgracia, en España ese mal es crónico, pero puede prevenirse preguntándonos, ante ese ciudadano indignado ante el financiamiento autonòmico, o la corrupción del gobierno, o la inmigración, o lo que den esa semana en su radio: ¿Pretende que se arregle o pretende que empeore para justificar su ira? ¿Lo hace para contribuir a su solución o para poder soltar eso de “todos son iguales”, que es como decir: todos son como yo, miserables?
Si de algo carecemos aquí es de una cultura de la convivencia. Y nuestro camino hacia esa cultura nos aleja siempre de la ultraderecha española. Por eso quieren destruirla a toda costa.

En fin, vómitos provocados por el pánico a la libertad de una chusma que, instalada en letrinas de mármol, tiene encerrada en su retrete a la derecha democrática, sin cuyo concurso su país no podrá salir adelante.