miércoles, 21 de abril de 2010

Siria. Quimera de arena.


Cuando está sentada, el pelaje de mi gata son las arenas del desierto en toda su gama de colores. Quieta, geológica, con el aire apenas moviendo las dunas en su lomo, parece haber plegado el espacio en este preciso ciclo tan sólo ondulando su espalda, en una pausa específica, sinuosa, establecida en orbitas hipnóticas, que te atrapa. Así es como crea su propio territorio, en ese límite casi imperceptible, onírico en esencia, dentro de cuyas fronteras puede habitar libre sin tener que traspasar siquiera esta habitación.

Ahí es donde nos encontramos cuando deja que compartamos la somnolencia, la caricia de ese rayo de sol entrando por la ventana. Armonía sin artificios. Y, a veces, más: Silencios. ¿Esperanzas quizá, sueños, dudas?

Después, Siria sólo necesita un gesto súbito, gratuito e indolente, para interrumpir sus reflexiones, su calma, su paz, y retornar el tiempo al mundo. Combinando con insolente naturalidad el misterio y la cotidianeidad vuelve de su viaje interior para mirarme un momento, generosa y educada. Y yo le devuelvo la mirada con el convencimiento de los agradecidos, queriendo imaginar que mi compañía la ha humanizado lo bastante como para interesarse brevemente en saber si sigo bien antes de darme la espalda para continuar estirando despreocupadamente su pereza.

A su majestad me tiene inútilmente fiel, ya que no precisa, al revés de los humanos, súbdito ni país para ejercerla. Dueña del espacio y el imposible, se mueve entre la luz y la sombra con innata soberbia, revelando a los objetos hasta entonces inanimados su auténtica condición de trapecios elegantes y pasarelas aéreas.

Sé por los libros que ve y oye donde yo no puedo llegar y ella, que lo sabe, adopta el gesto de los seres etéreos y elementales, escuchando sin esfuerzo el sonido del cosmos moviéndose. Nunca ha dejado de ser aquella diosa arcana, la esfinge adorada en antiguos páramos.

Puede reclamar, altiva, su lugar en el universo, pero prefiere regalarme su exceso de felicidad ronroneando sobre mi vientre, sin dejar de lado su auténtico destino:

Mi gata completa definitivamente el mundo.

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