Me encuentro cada tarde, desde hace tres días, con la mirada limpia, cálida, inquisitiva de mi gato cuando lo tengo entre las manos. Me dice: ahora soy una bestia domesticada (tan domesticado como puede ser un gato), y mi experiencia vital se acomoda a ésta condición: soy tu gato.
Por eso esa mirada se me antoja como su conexión con la realidad. En su universo, yo soy su referencia capital, y su mirada me lo transmite. Mediante ese nexo nos comunicamos de una forma única, mágica e irrepetible. Cuando nos miramos sabe que me intereso por él, que existe para mí. Es su forma de saber que existe, y no necesita entender su propia realidad más allá de nuestra mirada.
¿Y yo? Yo, que hace mil milenios que deje atrás mi naturaleza, me reencuentro en sus ojos con la ingenuidad salvaje, con el alma del que un día fui, con la revelación de mi animalidad, instintiva, exultante, liberadora, amoral. Y justo en ese momento formamos los dos una circunstancia unívoca, de una complicidad mágica, íntima hasta la médula.
Sólo hace tres días que estamos juntos pero los dos sabemos que nos miraremos cada tarde y así pararemos el tiempo en un instante balsámico que habremos revestido de connivencia y comprensión, donde cada uno liberará al otro de la angustia de su propia condición. Tarde tras tarde.
Cuando mi gato y yo nos miramos.
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