

En ese estadio preindustrial, las sociedades se estructuraban en modos idénticos de respuesta al medio para sobrevivir (caza, agricultura, etc..) y, por tanto, sus sistema de mitos y símbolos eran, en el fondo, idénticos. A nivel simbólico, los mitos religiosos formaban el centro organizativo en torno del cual se interpretaba la realidad y, consecuentemente, se organizaba el modo de vida. Construcciones míticas de poblaciones diversas convergen en cuanto sus modos de afrontar la supervivencia en el medio también lo hacen.
Y, también en ese estadio preindustrial, la mitología cumplía una finalidad programàtica. Era un elemento de cohesión que tenía en el grupo una función constitucional en lugar de religiosa. Y esa función se siguió cumpliendo durante milenios adscribiendo sus dogmas a un sistema de bloqueo de alternativas al sistema verificado de funcionamiento. Y para ello el camino más obvio y exitoso es el de la creencia religiosa, para formular mediante ella un dogma interpretativo ontológico inmutable por definición, una sumisión incondicional individual y grupal a una forma de pensamiento en el que la realidad proviene de seres superiores (dioses, antepasados sagrados, etc…) que excluía de forma natural y consecuente cualquier cambio. De esa forma la creencia, entendida como el acatamiento incondicionado a modos de pensamiento y organización cuya adhesión y sometimiento no se cuestiona trasciende su finalidad de estructuración social para adquirir una dimensión religiosa que no ha sido su pretensión primera. La fe deviene la expresión más clara de la formulación de creencias como programa de organización grupal. Y cohesiona a la sociedad al precio de convertirla en estática y sin posibilidad de evolución crítica fuera del propio sistema, impermeable a la duda.
Si aceptamos que la función de los mitos preindustriales era programática, el advenimiento de las formas de sociedad industrial debería, consecuentemente, suponer una trasformación de los mecanismos de programación colectiva. Y la realidad confirma el postulado. Las sociedades industriales acometieron la titánica tarea de sustituir paulatinamente los mitos sacramentales por símbolos ideológicos y científicos. Posteriormente las sociedades post industriales siguieron el camino y ponen en crisis las ideologías para cambiarlas por un sistema de postulados colectivos de adhesión voluntaria individual. Cambio de estructura social, cambio de sistema teológico. Cambio de sistema de formación, de expresión, de ritualización y de organización social. Cambio de religión.
¿Y como se expresa esa mutación en el andamiaje ideológico de esa sociedad? En principio, en el progresivo e inevitable arrinconamiento de la religión como postulado de definición social.
La sociedad post industrial cambia tan profundamente al hombre que muta su previa estructuración epistemológica, a base de preveer el futuro repitiendo el presente, a una visión autodiseñada de ese futuro, en la que el pasado sólo sirve como aprendizaje sin necesidad ineludible de repetición gracias a la creación social y al cambio continuado. Y eso es lo que hay. Esta nueva sociedad sin creencias no es fruto de maldades ni traiciones a la tradición. Es sólo una consecuencia irremediable de la propia transformación grupal.

Pero es evidente que el hecho de que una minoría de nosotros se sienta sin género de duda, ateos, no obvia el que el resto siga necesitando una visión trascendente de su propia existencia. Resto que mayoritariamente sigue usando simbología esotérica preindustrial para expresarla. Lo que provoca en muchos casos una incomodidad que se manifiesta explícitamente pero ante la que no tienen armas para actuar. Pero siguen buscando en la creencia y la sumisión respuestas ontológicas.
En las próximas entradas tengo la intención de profundizar en esa contradicción.
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