domingo, 11 de enero de 2009

Educación

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Nos encontramos a menudo con afirmaciones que socialmente hemos aceptado sin cuestionarlas y que, en mi opinión, esconden en ocasiones perversidades conceptuales básicas.

Una de ellas es el indiscutido derecho parental a la educación. Si bien en su acepción original no sólo es válida, sino que es sin duda necesaria, las sociedades modernas disponen ya de instrumentos de corrección social que deberían usar con más fuerza.

No se trata de imponer desde el estado una visión unificadora de la realidad, a modo de adoctrinamiento totalitario, sino de educar en la aceptación (cuando no asunción) de los valores que, democráticamente, la sociedad ha aceptado como pilares de nuestra convivencia, progreso y avance.

Por eso, el físico que intenta inspirar a su hijo los valores emanados de la racionalidad empírica, o el payés que enseña a su hija la importancia del amor por la naturaleza no debe llevarnos a bajar la guardia frente a quien (y en un ámbito que podríamos definir de cuasi global), niega sus bajezas a fuerza de intentar perpetuarlas en su descendencia. ¿Quien no conoce a un machista, o a un racista, o a un homófobo que, a fuerza de chistes, de groserías, o abiertamente de opiniones, no intenta que su hijo se le pareciera también en eso?

Y aquí entra en juego la responsabilidad parental, que, en la medida en que esta educación responde a modelos tan distintos y cuyo nivel de consecución es tan variado como variados somos los humanos, con todos los grados de éxito y de fracaso de la escala, deviene, casi por definición, en una caótica heterodoxia de planteamientos y de aplicaciones modelares. ¿Hasta que punto somos todos aceptablemente responsables a la hora de educar? Yo formo parte de una generación en la que no existían modelos sociales más allá del de los padres, con todas sus cargas ideológicas particulares. A nosotros, los que ya no volveremos a cumplir los cuarenta, nos enseñaron, por ejemplo y entre otras muchas cosas, que la trascendencia de practicar relaciones sexuales variaba según el sexo y que, además, aún cuando la despojáramos de valores absolutos, una determinada tendencia sexual era negativa per se, aunque sólo fuera por la marginalidad social a la que conducía irremisiblemente. Y, para contrarrestar ése y otros oscurantismos, tuvimos que buscarnos la vida (y, encima, las respuesta que contenían elementos de progreso estaban absolutamente ideologizadas , en un momento histórico, la transición, en el que en política sólo parecía ser válido el dogma.)

¿Quien debe poner coto a esos desmanes educacionales? Nosotros, sin duda. La sociedad democráticamente organizada, que debe velar para que el niño no se convierta en un marginado social, producto de su adscripción al racismo o a la homofobia, por ejemplo, o en un energúmeno patético que niegue la igualdad de géneros porqué su padre le inculcó una visión retrógrada de las mujeres. Velando por él velaremos paralelamente por el progreso conjunto de la humanidad, objetivo primigenio de nuestra organización social.


Digámoslo alto y digámoslo claro. Nuestra juventud no debe ser nunca más vehículo de las patologías antisociales, religiosas o abiertamente delictivas de unos padres manifiestamente incompetentes, en el sentido más literal del término. Es necesario que la educación pública lo corrija, explicando a los niños en qué clase de personas esperamos que se conviertan. Y, sobre todo, desconfiemos de los padres que, afirmando estar en posesión de la verdad, quieran negar a sus hijos la normalidad ideológica democrática y mayoritariamente aceptada. Sólo quieren perpetuar sus propias taras para que les sean más llevaderas.

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