
Ello les lleva indefectiblemente a calificar a los catalanes de nazis, de separatistas de perseguidores del castellano, de antiespañoles, etc.… En casos como el mío no necesitan más que fijarse en la letra final de mi nombre para permitirse diseccionar cómo pienso, sin más esfuerzos. Y me llaman a menudo Joaquín, escupiendo la n, con ánimo (infructuoso, créanme), de molestarme. Mi catalanidad parece ser incompatible con su concepto de la patria, aunque ello no les priva de recordarme que soy español con el mismo desprecio que los vaqueros marcan a las reses. Y después, cuando alguien se defiende de ese escarnio haciendo gala de su legítimo derecho a sentirse diferente, le machacan con ese ridículo aire de suficiencia del paleto que cree tener razón cuando rebuzna sus deformidades ideológicas ante sus avergonzados conciudadanos. Y es que muchas veces lo único que queremos es ser distintos de lo que ellos representan.

Sus monomanías textiles no les permiten entender que la lealtad para con sus conciudadanos debe estar por encima de unas gamas cromáticas, o que un energúmeno envuelto en un trapo de colores no tiene bula para insultar por ello a cualquier paria sin bandera. ¡Claro que de sienten perdidos sin sus insignias, sus muñequeras, sus pegatinas y sus banderines de corner con el águila imperial! Su patria sólo incluye a los que piensen exactamente lo mismo que ellos y exactamente de la misma forma. Viven mentalmente en un país tan pequeño que sólo los suyos caben en él.

Aborrecen a Bardem y adoran a Arturo Fernandez Soria, denostan a artistas que nunca han disfrutado y que, en su cacareada y autoinflingida incultura, nunca serán capaces de apreciar. Se ríen de los derechos sexuales de las minorías con cualquier chanza que han aprendido de Ussía, o de Burgos, o de Vidal, creyéndose superiores, pero en realidad sus fobias, paranoias y complejos les convierten a nuestros ojos en viejos verdes, en payasos sin gracia, en escoria intelectual.
Se aborregan ante delincuentes que traman en marisquerías de lujo la próxima barbaridad que les instará a secundar desde su micrófono mientras calculan con sus móviles de última generación los beneficios, deducida la multa judicial, que les reportará que sus gregarios vuelvan a caer en el más grotesco de los ridículos. Se arrodillan ante obispos corruptos que olvidaron el avangelio en el momento en que se apoltronaron ente multitudes ávidas de una venganza divina que ellos mismos instaron. Carne de cañón para la élite de Serrano, que se ríe de ellos en cada party, entre lingotazo de añejo y fragor de visa oro.

En cambio ustedes, los Últimos de Filipinas, están tan acabados como Alfredo Mayo. Ahora es nuestra hora. Fíjense en nosotros, somos todos esos que nos sonreímos cómplicemente cada maña en el bus. Fíjese en el futuro que nunca podrá alcanzar. Y deje de joder con la banderita, tarado.
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